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Baba en Haití - "Me verás dentro de 40 años"


por Saint Hilaire Dorcé
Mi madre nació y se crió en Puerto Príncipe, capital del misterioso y místico Haití, donde la práctica del vudú es moneda corriente. Ella acostumbraba a narrarnos sueños en los que una extraña persona la guiaba dulcemente, pero con mano firme, indicándole qué debía hacer y qué peligros evitar.
Según ella, un día antes de mi nacimiento, ese personaje volvió a presentársele en sueños para decirle: "Yo traeré en ti mi brazo izquierdo y te pido que mantengas firme este brazo que es Mío y también tuyo". Mi madre recién pudo comprender ese mensaje cuando cumplí siete años.
Pasábamos las vacaciones en una ciudad del norte de Haití, entre la casa de nuestra abuela y la de nuestros primos. Estos tenían un almacén muy bien provisto, justo enfrente de otro que competía duramente con ellos. Esa rivalidad había generado en sus dueños un fuerte rencor hacia mis familiares.
Yo dormía en una habitación sobre la calle frente a ese almacén. Una noche, cerca de las 12, mi ventana se abrió violentamente empujada por un animal enorme y negro que estiró una garra para atraparme. Mis gritos de desesperación y terror atrajeron a todos hacia mi cuarto.
Yo temblaba. Por más que me habían llevado al dormitorio de mi primo, mi cuerpo seguía estremeciéndose. Al amanecer había perdido la voz por completo. Durante el día, el médico que me examinó no me encontró nada y consideró mi estado como una consecuencia del susto.
En Haití hay personas que han desarrollado poderes con los que hacen mucho daño: pueden clavar a distancia agujas en los órganos internos de otros, infectarlos, matar con los ojos, poner la mano sobre la cabeza de alguien y extraviarle la mente o deteriorar su cerebro.
Cuando un animal grande y negro aparece en una habitación y alarga la garra, si no atrapa y mata de inmediato a la víctima, por lo menos le inyecta veneno en el cerebro y poco a poco lo va degenerando hasta convertirlo en zombi.
El zombi es una persona que inclina su cara pálida y pétrea de muerto, que puede ver, pero que no puede hacer nada por propia voluntad, ya que está sometida a la de sus agresores. Yo alcancé en pocos días ese estado. Quienes me veían decían a mi madre que ya no había nada que hacer: ni aun quienes me habían hecho ese daño podían deshacerlo.
Una señora que vio llorar tanto a mi mamá le contó de un viejito que, sin saberse de dónde ni cuándo había llegado al pueblo, hacía maravillas curando y salvando a muchos niños.

Cuando llegamos a su choza destartalada y sin puerta, el anciano, de aproximadamente 80 años, barba y turbante blancos, sin ponerse de pie ni descruzar las piernas, nos arrojó un puñado de cenizas y amonestó seriamente a mamá por haberme dejado solo:
--Voy a salvar mi brazo izquierdo, mi hijo. ¿Has visto a las gallinas cuando tienen pollitos? Los dejan corretear libremente durante el día, pero de noche los ponen bajo su vientre, en la seguridad de sus alas. Nunca, en ningún momento, los dejan solos.
--¿Y qué debemos hacer? --preguntó mamá.
--Ustedes tienen un rancho en este pueblo.
--¿Un rancho? Nosotros no tenemos nada de eso.
--Ese rancho perteneció a sus antepasados y está a la orilla de un camino entre muchos árboles. Uno de éstos se eleva hasta el cielo. Vayan allí. Cuando se acerquen, de ese árbol caerá una hoja sobre la cabeza del niño. Tómala y lleva a tu hijo al riachuelo cercano, frota duramente la hoja sobre su cabeza y sumérjelo en el agua al instante.
Cuando mamá le preguntó a la abuela por el rancho, ella le contestó que apenas había oído hablar de él. De todos modos, reunimos información, nos pusimos en camino y finalmente llegamos al lugar. Era un paraíso: árboles, pájaros, un riachuelo, moras, frutas en las ramas y en el suelo. Al acercarnos al árbol alto que veíamos desde lejos, una hoja cayó suavemente sobre mi cabeza. Mamá la tomó, me tomó de la mano y corrimos hacia el riacho que sentíamos bullir muy cerca. Me sumergió en aquella agua tibia y fresca a la vez. Cuando me sacó, pude toser y gritar "¡Mamá, mamá!", como si acabara de llegar de un larguísimo viaje y fuera tomando nuevamente conciencia de mí mismo.
--Usted salvó a mi hijo --dijo mamá al encontrarse con el viejito--. ¿Cuánto le debo?
--Nada --respondió con inmensa ternura.
--Debo pagarle por lo que hizo --insistió mamá.
--¡Ah! ¿Quieres pagarme? Ve a buscar unas galletas.
Cuando mamá se disponía a salir a comprar las galletas, llegó mi hermano mayor. Al verlo, el viejito exclamó;
--Este muchacho es muy fuerte. Tendrá éxito en la vida. Pueden tirarlo donde sea y se levantará solo.
De alguna parte, el anciano hizo aparecer tres agujas en su mano y, como si fuera un acupunturista, se las insertó en el brazo derecho a mi hermano. Desde aquel día, él no ha tenido ningún contratiempo: el éxito lo acompaña adonde va.
--¿Cuándo nos volveremos a ver? --preguntó mamá al despedirnos.
--¿Volvernos a ver? No volveremos a vernos en forma física --respondió sonriente. Y señalándome a mí, agregó:
--Tú sí me verás dentro de 40 años.
Pese a estar agradecida por la curación, mamá no creyó que una persona de 120 años fuera a encontrarse conmigo en el futuro. Pero antes de que pudiera decir algo, el anciano se levantó con una energía increíble para su edad, dijo que había llegado el momento de irse y se desvaneció en el aire.
Así fue como quedé curado. En casa hablábamos de él con frecuencia. Aunque parecía irreal y algo de leyenda, nunca olvidé su cara, su amabilidad, ni lo que hizo por nosotros.

Los años siguieron pasando. Haití atravesó una amarga serie de sucesos políticos. Cuando yo estaba por terminar mi carrera de derecho, el gobierno nos pidió que abandonáramos el país. Fuimos primero a los Estados Unidos; luego me enviaron a Venezuela a completar mi carrera. Cuando finalmente pude terminarla en Cartagena, Colombia, mamá me pidió por enésima vez que estudiara medicina. Lo hice, pero terminé graduándome en México, donde conocí a Rosi. Ya médico, fui a Canadá a hacer mi residencia y especialización. Alcanzado ese objetivo, volví a México a buscar a Rosi, nos casamos y volvimos juntos a Canadá.
En ese período, en esos ires y venires, yo sentía cosas extrañas: fuerzas singulares, vibraciones, "advertencias"... llamémoslas mágicas, divinas, misteriosas. Siempre que iba a hacer algo, a tomar una decisión, ahí estaba la indicación precisa para que todo saliera bien. La protección siempre estaba a mi alrededor.
Cierta vez fuimos al norte de Canadá, a un lugar extremadamente frío, donde yo debía trabajar como médico y Rosi se enfermó y quedó ciega. Eso me afectó muchísimo. Un día, al volver a casa y encontrarla sola y tan triste, estalló la tormenta que yo llevaba adentro y lloré, lloré desconsoladamente. En medio de ese océano de amor, compasión y dolor, oí una voz: "¿Por qué lloras? Tú sabes lo que debes hacer. Yo siempre estoy contigo".
Me levanté, fui hacia Rosi y le dije:
--Siéntate aquí, frente a mí. Dirige tus ojos hacia mí, porque ahora vas a ver.
--¿Pero cómo? Si hace tres meses que estoy ciega...
--Sí. Ahora mismo vas a ver. Mírame, mírame.
Y ella vio.
¿Quién estaba conmigo? ¿Quién la curó?
Hice arreglos y volvimos a Montreal, donde el clima es más agradable. No obstante, un día Rosi comenzó a tener cefaleas constantes. Tampoco encontramos cura con mis colegas. Creíamos que era una jaqueca oftálmica persistente, un trastorno nervioso agudo. Un día salí a corretear por la ciudad con mi hermano, que había venido a visitarnos, y al regresar a casa la encontramos muerta. Nos quedamos anonadados, yo en el dolor, él en el estupor.
Más adelante, mi hermano me contó que yo entré en un profundo estado de somnolencia, o mejor, de trance, que me levanté con una fuerza extraordinaria, totalmente transformado, y que muy seguro le grité al oído a Rosi: "Todavía no te puedes morir, tienes que vivir". Luego la tomé con mis manos, la estrujé y sacudí diciéndole que en nombre de Dios le ordenaba vivir. ¡Y Rosi volvió a la vida!
Hoy sería tonto pensar que fui yo quien la resucitó. Fue el poder extraño que me estuvo acompañando siempre, ese poder misterioso que curó y salvó a millares de niños en Haití. Volvimos con Rosi a México y me prometí que jamás volvería al lugar donde mi esposa estuvo ciega, murió y volvió a la vida por la gracia y compasión de Quien conoceríamos años más adelante.
En México pude trabajar muy bien. Luego fuimos a España, donde realicé estudios de dermatología, luego a Africa --donde me pregunté seriamente qué extraña inquietud nos impedía echar raíces--, luego otra vez a Canadá (esta vez nos quedamos en Vancouver) y finalmente a México, donde nos establecimos en un bello lugar a orillas del lago Chapala. Compramos una farmacia que Rosi comenzó a administrar, y yo fundé una clínica. Todo prosperó en la calma de una tierra fértil.
Un día una señora llegó a casa y golpeó. Pese a que yo estaba dormitando los últimos minutos de mi siesta, le pedí a Rosi que la hiciera pasar. Se trataba de una anciana norteamericana que estaba convencida de que yo era el único que podía curarla.

Luego de atenderla, estábamos conversando, cuando nuestro hijo, que entonces tenía 15 años, bajó las escaleras y ella exclamó:
--Mira a Baba. Se parece mucho a Baba, menos en su estatura.
--¿Quién es Baba? --pregunté.
--¿No conoce usted a Baba? Baba es Dios, el Avatar. Vive en la India. Hace milagros de amor, muchos cada día, en cualquier parte del mundo cuando lo llaman con cualquiera de los Nombres y formas de Dios que la gente tenga en su corazón. No importa que no sepamos de Baba: El siempre responde. ¡Y usted va a conocer a Baba! Le voy a traer un libro.
Al día siguiente me lo trajo. Lo llevé a la clínica, pero no le di importancia. Soy médico, me dije, un hombre formado en la ciencia. No estoy para brujerías ni tonterías. Pero dos días después, en un momento en que no tenía mucho que hacer, tomé el libro, lo abrí y ahí, en la primera página, ¡estaba el mismo viejito que me había salvado la vida cuando yo era niño!
Corrí a contárselo a Rosi y ella me preguntó si yo estaba seguro de lo que decía y veía.
Al otro día volví a abrir el libro en el consultorio. Mientras estaba inclinado sobre él, una gota de agua cayó sobre la foto. ¿Agua?, me pregunté. ¿Pero de dónde? ¿Del techo? Todo estaba seco. ¿Acaso de mi cabeza? También mi cabeza estaba seca. Reabrí el libro y otra gota descendió sobre la foto. ¿Qué sucedía? Luego cayó una tercera gota. Volví a donde estaba Rosi y le dije que ese viejito era alguien muy grande, tal vez el mismo Dios.
--Hilu --me dijo Rosi--. ¿No será que estás haciendo una regresión a esa época de tu vida? ¿En qué año ocurrió eso del zombi y tu curación?
--En las vacaciones de 1951.
--Estamos en 1991. ¿En cuánto tiempo dijo el viejito que te volvería a ver?
--En cuarenta años.
La señora enferma que vino a consultarme y me regaló el libro fue sólo un instrumento para que nosotros también fuéramos parte activa en las Divinas manos de Sai Baba. Aquella dama primero dijo que Janus, nuestro hijo, se parecía a Baba, pero me regaló un libro de Shirdi, un viejito. Si ella me hubiera regalado uno de Baba, probablemente no hubiera atraído para nada mi atención. Cuando la anciana volvió para una revisión, le pregunté:
--¿Por qué me dijo que mi hijo se parecía a Baba y después me regaló un libro de Shirdi?
--Yo soy devota de Sai Baba, quien me otorgó la gracia de ir a Prashanti Nilayam y, además, una entrevista en la que dijo: "Nadie puede venir a Puttaparthi a menos que Yo lo llame. Llamo a aquellos que están preparados para verme. Por supuesto, existen diferentes niveles de preparación". En aquella bendita entrevista, me pidió que, si quería curarme de mi enfermedad, fuera a ver al doctor Saint Hilaire Doré. El estilo de pelo de su hijo me hizo recordar a Sai Baba pero, en verdad, no sé por qué escogí el libro de Shirdi. Todos los libros que tengo son sobre Sathya Sai Baba. Si usted me permite, le traeré más libros.
--Claro que sí.
Yo leía y leía. Finalmente, entendí que Sathya Sai Baba era la reencarnación de Shirdi Sai Baba. De todas formas, comencé a rezarles a los dos y los milagros se fueron prodigando.

                                                             (CONTINUARÁ)

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