Para que nuestra alma se sumerja en
Dios, no necesitamos postrarnos con
el rostro en tierra, ni encerrarnos ba-
jo las bóvedas de un templo, ni vestir
sayo de penitencia con silicios y ayu-
nos. Dejamos nada más que nuestra
alma busque a Dios por el Amor, y se
sumerja en Él como un pececillo en el
agua del mar, como un pajarillo en el
aire, como un átomo de luz en la infi-
nita claridad. Tampoco necesitamos
de muchas y rebuscadas palabras, por-
que a nuestro Padre todo Amor y Pie-
dad, le basta con que nuestra alma le
diga en completo abandono hacia Él:
"¡Padre mío!... Yo te amo cuanto pue-
de amar una insignificante criatura
tuya"... y ni aún necesitamos decírse-
lo, sino sólo sentirlo. ¡Él percibe nues-
tro íntimo sentir y lo recoge en su A-
mor Soberano, como nosotros recoge-
mos una menuda florecita, cuyo per-
fume nos avisa que existe!...
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